¿Qué es un ensayo?
No es fácil definir qué cosa es un ensayo. La preceptiva tradicional que lo acoge bajo el rótulo de "prosa didáctica" no suele entrar en pormenores sobre lo que el ensayo enseña ni sabría respondernos, de cierto, si el ensayo es consustancial con la prosa. [...]
En el ensayista no esperamos hallar a un "especialista" sino a lo que la jerga científica reconoce como "generalista" o, a todo tirar, un filósofo pero in partibus infidelium (como se define Ortega al comienzo de Meditaciones del Quijote): un escritor cuya autoridad se sustenta en la habitualidad de su firma más que en el rigor de su profesionalidad. Por eso, el ensayista apela previamente a una cierta complicidad con su lector mucho más que a la demostración inapelable de una tesis, Nadie pretendería, de otra parte, que un ensayo agote un tema. No lo hace por su extensión, que nunca es muy larga, ni siquiera porque tenga voluntad de hacerlo: el ensayo apunta, esboza, enmarca y hasta propone una resolución o formula una sentencia, pero siempre consciente y hasta gozoso de su provisionalidad y su revocabilidad. Un libro de ciencia se consume y concluye en su propia verdad porque demuestra o pretende demostrar algo; un ensayo tiene siempre la afirmación y la negación entreveradas y genera nuevos ensayos sin llegar jamás a la triste entropía de la verdad demostrada. Puede, en su esfuerzo por persuadir, citar textos ajenos en su apoyo y hasta apoyarse en una cuidadosa expolitio de los mismos, pero los usa de otro modo que lo hará el trabajo científico: dialoga con ellos más abiertamente, los rebate de modo menos sistemático e incluso, más que a menudo, los transcribe de forma indirecta -"opinaba Fulano", "recuerdo haber leído a Mengano"...- sin señalamiento preciso y comprobable de la fuente. Difícilmente podría hacerlo porque la ley interna del ensayo es la digresión y este rasgo retórico no constituye un accidente de su curso (o de su prosa, si se quiere) sino que es su propia mecánica interior: el ensayista es una curiosa mezcla de reflexivo e inconstante, de observador tenaz y disperso patológico, de cigarra y hormiga. Y digo "el ensayista" porque un ensayo nunca puede ser impersonal: reclama la presencia de su autor como firma porque no tiene más sustento argumental que su condición de experiencia -vital, intelectual- que se comparte mediante la escritura.
José Carlos Mainer; "Apuntes junto al ensayo" en El ensayo español.
No es fácil definir qué cosa es un ensayo. La preceptiva tradicional que lo acoge bajo el rótulo de "prosa didáctica" no suele entrar en pormenores sobre lo que el ensayo enseña ni sabría respondernos, de cierto, si el ensayo es consustancial con la prosa. [...]
En el ensayista no esperamos hallar a un "especialista" sino a lo que la jerga científica reconoce como "generalista" o, a todo tirar, un filósofo pero in partibus infidelium (como se define Ortega al comienzo de Meditaciones del Quijote): un escritor cuya autoridad se sustenta en la habitualidad de su firma más que en el rigor de su profesionalidad. Por eso, el ensayista apela previamente a una cierta complicidad con su lector mucho más que a la demostración inapelable de una tesis, Nadie pretendería, de otra parte, que un ensayo agote un tema. No lo hace por su extensión, que nunca es muy larga, ni siquiera porque tenga voluntad de hacerlo: el ensayo apunta, esboza, enmarca y hasta propone una resolución o formula una sentencia, pero siempre consciente y hasta gozoso de su provisionalidad y su revocabilidad. Un libro de ciencia se consume y concluye en su propia verdad porque demuestra o pretende demostrar algo; un ensayo tiene siempre la afirmación y la negación entreveradas y genera nuevos ensayos sin llegar jamás a la triste entropía de la verdad demostrada. Puede, en su esfuerzo por persuadir, citar textos ajenos en su apoyo y hasta apoyarse en una cuidadosa expolitio de los mismos, pero los usa de otro modo que lo hará el trabajo científico: dialoga con ellos más abiertamente, los rebate de modo menos sistemático e incluso, más que a menudo, los transcribe de forma indirecta -"opinaba Fulano", "recuerdo haber leído a Mengano"...- sin señalamiento preciso y comprobable de la fuente. Difícilmente podría hacerlo porque la ley interna del ensayo es la digresión y este rasgo retórico no constituye un accidente de su curso (o de su prosa, si se quiere) sino que es su propia mecánica interior: el ensayista es una curiosa mezcla de reflexivo e inconstante, de observador tenaz y disperso patológico, de cigarra y hormiga. Y digo "el ensayista" porque un ensayo nunca puede ser impersonal: reclama la presencia de su autor como firma porque no tiene más sustento argumental que su condición de experiencia -vital, intelectual- que se comparte mediante la escritura.
José Carlos Mainer; "Apuntes junto al ensayo" en El ensayo español.
Los escaparates mandan
Yo me pregunto si hay alguna razón para afirmar que en nuestro tiempo goza el dinero de un poder social mayor que en sazón ninguna del pasado. También esta curiosidad es expuesta y difícil de satisfacer. Si nos dejamos ir, todo lo que pasa en nuestra hora nos parecerá único y excepcional en la serie de los tiempos. Hay, sin embargo, a mi juicio, una razón que da probabilidad clara a la sospecha de ser nuestro tiempo el más crematístico de cuantos fueron. Es también la edad de crisis: los prestigios hace años aún vigentes han perdido su eficiencia. Ni la religión ni la moral dominan la vida social no el corazón de la muchedumbre. La cultura intelectual y artística es valorada en menos que hace veinte años. Queda solo el dinero. Pero, como he indicado, esto ha acaecido carias veces en la historia. Lo nuevo, lo exclusivo del presente es esta otra coyuntura. El dinero ha tenido, para su poder, un límite automático en su propia esencia. El dinero no es más que un medio para comprar cosas. Si hay pocas cosas que comprar, por mucho dinero que haya y muy libre que se encuentre su acción de conflictos con otras potencias, su influjo será escaso. Esto nos permite formar una escala con las épocas de crematismo y decir: el poder social del dinero (ceteris paribus) será tanto mayor cuantas más cosas haya que comprar, no cuanto mayor sea la cantidad del dinero mismo. Ahora bien: no hay duda de que el industrialismo moderno, en su combinación con los fabulosos progresos de la técnica, ha producido en estos años un cúmulo tal de objetos mercables, de tantas clases y calidades, que puede el dinero desarrollar fantásticamente su esencia: el comprar.
José Ortega y Gasset, El Sol, 15 de mayo de 1927
Yo me pregunto si hay alguna razón para afirmar que en nuestro tiempo goza el dinero de un poder social mayor que en sazón ninguna del pasado. También esta curiosidad es expuesta y difícil de satisfacer. Si nos dejamos ir, todo lo que pasa en nuestra hora nos parecerá único y excepcional en la serie de los tiempos. Hay, sin embargo, a mi juicio, una razón que da probabilidad clara a la sospecha de ser nuestro tiempo el más crematístico de cuantos fueron. Es también la edad de crisis: los prestigios hace años aún vigentes han perdido su eficiencia. Ni la religión ni la moral dominan la vida social no el corazón de la muchedumbre. La cultura intelectual y artística es valorada en menos que hace veinte años. Queda solo el dinero. Pero, como he indicado, esto ha acaecido carias veces en la historia. Lo nuevo, lo exclusivo del presente es esta otra coyuntura. El dinero ha tenido, para su poder, un límite automático en su propia esencia. El dinero no es más que un medio para comprar cosas. Si hay pocas cosas que comprar, por mucho dinero que haya y muy libre que se encuentre su acción de conflictos con otras potencias, su influjo será escaso. Esto nos permite formar una escala con las épocas de crematismo y decir: el poder social del dinero (ceteris paribus) será tanto mayor cuantas más cosas haya que comprar, no cuanto mayor sea la cantidad del dinero mismo. Ahora bien: no hay duda de que el industrialismo moderno, en su combinación con los fabulosos progresos de la técnica, ha producido en estos años un cúmulo tal de objetos mercables, de tantas clases y calidades, que puede el dinero desarrollar fantásticamente su esencia: el comprar.
José Ortega y Gasset, El Sol, 15 de mayo de 1927
La utilización política del miedo
Los políticos han utilizado con frecuencia el miedo para unificar y enardecer a una nación. El miedo y el odio son rápidos cementos. Las conspiraciones, los enemigos poderosos, las amenazas reales o ficticias unen mucho. Hay, además, una conocida ley sociológica según la cual cuando una sociedad siente miedo, aspira a tener un brazo fuerte que la salve, y está dispuesta a cambiar libertad por seguridad. Eleanor Roosevelt contaba la penosa impresión que le produjo el hecho de que durante el discurso de investidura de su marido como presidente de Estados Unidos, la multitud aplaudiera fervorosamente cuando dijo que si la situación lo requería estaría dispuesto a solicitar poderes extraordinarios. Aquello revelaba que el miedo facilita la tentación totalitaria y que inducir el miedo facilita el ejercicio del poder político. Karl Goldstein, un psicólogo al que conocí a través de Merleau-Ponty, y que fue testido de la época hitleriana, escribió: "No existe mejor medio de esclavizar a la gente y de destruir la democracia que crear en las personas un estado de miedo. Uno de los pilares básicos del fascismo es el miedo". En parte, este miedo se basa siempre en un engaño. Niklas Luhman define el poder como "la posibilidad de reducir la información de otro". La ignorancia es fuente de temores, como ya he mencionado repetidamente, y, por lo tanto, facilita el ejercicio del poder.
José Antonio Marina, Anatomía del miedo
Los políticos han utilizado con frecuencia el miedo para unificar y enardecer a una nación. El miedo y el odio son rápidos cementos. Las conspiraciones, los enemigos poderosos, las amenazas reales o ficticias unen mucho. Hay, además, una conocida ley sociológica según la cual cuando una sociedad siente miedo, aspira a tener un brazo fuerte que la salve, y está dispuesta a cambiar libertad por seguridad. Eleanor Roosevelt contaba la penosa impresión que le produjo el hecho de que durante el discurso de investidura de su marido como presidente de Estados Unidos, la multitud aplaudiera fervorosamente cuando dijo que si la situación lo requería estaría dispuesto a solicitar poderes extraordinarios. Aquello revelaba que el miedo facilita la tentación totalitaria y que inducir el miedo facilita el ejercicio del poder político. Karl Goldstein, un psicólogo al que conocí a través de Merleau-Ponty, y que fue testido de la época hitleriana, escribió: "No existe mejor medio de esclavizar a la gente y de destruir la democracia que crear en las personas un estado de miedo. Uno de los pilares básicos del fascismo es el miedo". En parte, este miedo se basa siempre en un engaño. Niklas Luhman define el poder como "la posibilidad de reducir la información de otro". La ignorancia es fuente de temores, como ya he mencionado repetidamente, y, por lo tanto, facilita el ejercicio del poder.
José Antonio Marina, Anatomía del miedo
¿Quién entre vosotros puede jurar no haber escuchado nunca: "Sé razonable", "No eres razonable", "Eso no es razonable" o "¿Cuándo empezarás a ser razonable?" y otras invitaciones para sumarse a los argumentos de los padres? Nadie. De hecho, los adultos no pueden privarse de reprender o criticar un comportamiento que, a sus ojos, pasa por inmaduro, infantil o retrasado. Cualquiera que os reproche no ser razonable cree tener razón y la razón es un verdadero desafío social, una lógica de guerra evidente en el combate por ser adulto -como decimos.
Ser razonable consiste en utilizar la razón como los otros. Muchas veces recompensamos a alguien con un: "Tienes razón" cuando simplemente piensa como nosotros y manifiesta una opinión exactamente conforme a la nuestra. De ahí procede la idea de que, siendo razonables, exponemos una proposición imposible de censurar, que damos muestras de un juicio sano y normal -en una palabra, que no somos poco razonables-. No se puede ofrecer mejor perspectiva de esta expresión y sus supuestos: un individuo normalmente constituido utiliza su razón como todo el mundo para poner sus opiniones en conformidad con las de la mayoría.
De igual manera, esta expresión también significa que sabemos contener y retener nuestros deseos y anhelos. Al niño que quiere todo inmediatamente se le llama poco razonable. Así, la razón actúa como un instrumento de integración social y de dominio de sí, a través de la recurrencia de sus impulsos primeros. Destruir en uno mismo los deseos, rechazar las pulsiones que quieren, ahí está lo que distingue al individuo razonable, y, por cierto, también responsable, digno de consideración. Renunciar a uno mismo, al mundo, diferir sus ganas, incluso extinguirlas: ¿se puede proponer proyecto más siniestro a los niños, los adolescentes, e incluso los adultos?
Michel Onfray, Antimanual de filosofía.
Ser razonable consiste en utilizar la razón como los otros. Muchas veces recompensamos a alguien con un: "Tienes razón" cuando simplemente piensa como nosotros y manifiesta una opinión exactamente conforme a la nuestra. De ahí procede la idea de que, siendo razonables, exponemos una proposición imposible de censurar, que damos muestras de un juicio sano y normal -en una palabra, que no somos poco razonables-. No se puede ofrecer mejor perspectiva de esta expresión y sus supuestos: un individuo normalmente constituido utiliza su razón como todo el mundo para poner sus opiniones en conformidad con las de la mayoría.
De igual manera, esta expresión también significa que sabemos contener y retener nuestros deseos y anhelos. Al niño que quiere todo inmediatamente se le llama poco razonable. Así, la razón actúa como un instrumento de integración social y de dominio de sí, a través de la recurrencia de sus impulsos primeros. Destruir en uno mismo los deseos, rechazar las pulsiones que quieren, ahí está lo que distingue al individuo razonable, y, por cierto, también responsable, digno de consideración. Renunciar a uno mismo, al mundo, diferir sus ganas, incluso extinguirlas: ¿se puede proponer proyecto más siniestro a los niños, los adolescentes, e incluso los adultos?
Michel Onfray, Antimanual de filosofía.
Cuando los discursos políticos levantaban los corazones
El viejo arte del discurso político llegó al cielo con los himnos de Obama. 12 años después, las malas imitaciones y la fragmentación del ruido público han destruido el prestigio del género. RAFA LATORRE. El Mundo. 28 abril 2019.
John Fitzgerald Kennedy se adueñó de la frase y luego el cine le hizo creer a todo el mundo que quien la había pronunciado era Lord Halifax. En realidad, el autor de la mejor definición del arte de la persuasión es el anchorman Edward R. Murrow -sí, el de Buenas noches y buena suerte-, que introdujo así uno de los extractos de los discursos de guerra de Winston Churchill: «Había que movilizar la lengua inglesa y enviarla a la batalla. [...] [Churchill] Levantó los corazones de una isla cuando sus habitantes se sentían solos».
Churchill es el refugio de quienes todavía consideran que la emotividad puede ser una fuerza benefactora y no sólo la palanca con la que populistas y totalitarios hacen descarrilar a la política de las vías de la razón. Muchos años después, en un momento de catarsis emocional y de pulsión suicida, todavía se escucharon ecos churchillianos en el Reino Unido. El referéndum por la independencia de Escocia parecía perdido para los unionistas, conducidos por la grisura temeraria de David Cameron, mientras que los nacionalistas eran enardecidos por el carismático Alex Salmond. Fue entonces cuando un primer ministro fracasado, Gordon Brown, volvió a movilizar el idioma y lo envío a las Hébridas, las Shetland y las Orcadas: «Vamos a explicarle a la gente lo que hemos hecho juntos. Vamos a contarles que hemos luchado y ganado una guerra contra el fascismo juntos. A decirles que no hay un cementerio de guerra en el que no descansen juntas las tropas escocesas, inglesas, galesas y norirlandesas. Luchamos juntos, sufrimos juntos, nos sacrificamos juntos, lloramos juntos y luego lo celebramos juntos». Aquel laborista retirado, repudiado en las urnas, catalizó los sentimientos de quienes sufrían por su patria.
Poco tiempo después, los españoles que temían por su paz civil, amenazada por un procés que ante todo era una malversación de los sentimientos, sintieron la orfandad de la política. No había un solo dirigente constitucionalista que pudiera infundir en sus corazones lo que sus cabezas ya habían asimilado. La falta de fe en la política convirtió la causa de la unidad en una cuestión meramente administrativa. Pero quizás no sea la falta de convicción la única razón de la pavorosa decadencia de la literatura política española. Ninguno de los candidatos actuales a presidir España sería capaz de escribir como lo hacía Manuel Azaña. Esta no es una opinión sino un hecho constatable, que asalta inmediatamente al que hoy lea su último discurso como presidente de la República: «Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España (...) Y entonces se comprobará una vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo». Nadie imagina esto firmado por el Rivera de «escuchen: es el silencio». La añoranza suele ser mentirosa pero en la retórica política sí que cabe la nostalgia. Al menos en España.
La política no solo es escritura sino representación y tampoco ninguno de los actuales líderes tiene la vis actoral de aquel Adolfo Suárez, esplendoroso intérprete de guiones, ya sean a golpe de ley, como el que Torcuato Fernández Miranda le diseñó para la Transición, o de discurso. En realidad, el gran logro retórico de Suárez fue la cortesía. Como tan bien advirtió Verónica Puertollano, devolvió el «usted» a los españoles. Hoy sus émulos han vuelto al tuteo porque creen que eso populariza el mensaje. En el fondo de esta deliberada simplificación del discurso anida la certeza de que, en los tiempos de Twitter, cuando la literalidad es una plaga cuyo síntoma más apreciable es la irritabilidad, muchos creerían que Marco Antonio quería decir que Bruto es realmente un hombre honrado si escucharan el tercer acto del Julio César de Shakespeare.
La consecuencia última de la lógica simplificadora se dio paradójicamente en un país que ha hecho de la persuasión un deporte y cuyo electorado ha sido el destinatario de algunas de las piezas de oratoria más brillantes de todos los tiempos. De Donald Trump se puede decir cualquier cosa excepto que no se le entiende. Su emergencia está emparentada con la eclosión de productos periodísticos tipo Buzzfeed que, como el empresario presidente, ensambla simplezas breves e inconexas como método. No hay estructura sino una sucesión de células mínimas con sentido propio. Cada línea es un punch line inteligible para un niño de tres años y, por eso, el canal predilecto de Trump es Twitter.
Estados Unidos es un lugar tan fascinante que en ocho años puede bascular de un retórico como Barack Obama a un antirretórico como Trump. La primera campaña del demócrata será recordada por momentos memorables, como su discurso de New Hampshire. Esta pieza -la celebérrima del Yes, we can- es un ejemplo perfecto de obamismo. Es todo musicalidad, una partitura cantabile, hasta el punto de que Will I am le puso una base musical y la convirtió en videoclip. Pocos recuerdan que Obama salió derrotado de New Hampshire y que ese texto, en realidad, no dice nada. Prueba de su falta de contenido es que ha sido adaptado en decenas de países sin que pierda vigencia: «Nos han dicho los más cínicos que no podemos. Sus voces se alzan y harán más ruido. Se nos quiere bajar a la inacción de no tener sueños. Se nos advierte que no demos falsas esperanzas. Pero la historia increíble que América ha protagonizado nos cuenta que jamás hemos fracasado en nuestra esperanza». Suena familiar. Obama contaba con un escritor excepcional de discursos llamado Jon Favreau y él era un intérprete prodigioso. Solo así es posible que lirismo no devenga en cursilería.
Cualquier intento de emulación es arriesgadísimo, como prueba la coda fatal de aquel José Luis Rodríguez Zapatero que se vino arriba al final de su intervención ante el plenario de la Cumbre del Clima en Copenhague, levantó la cabeza y enfatizó: «Tenemos que lograr unir el mundo para salvar la Tierra, nuestra tierra. Nuestra tierra, en la que viven pobres, demasiados pobres, y ricos, demasiados ricos. La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento».
El viejo arte del discurso político llegó al cielo con los himnos de Obama. 12 años después, las malas imitaciones y la fragmentación del ruido público han destruido el prestigio del género. RAFA LATORRE. El Mundo. 28 abril 2019.
John Fitzgerald Kennedy se adueñó de la frase y luego el cine le hizo creer a todo el mundo que quien la había pronunciado era Lord Halifax. En realidad, el autor de la mejor definición del arte de la persuasión es el anchorman Edward R. Murrow -sí, el de Buenas noches y buena suerte-, que introdujo así uno de los extractos de los discursos de guerra de Winston Churchill: «Había que movilizar la lengua inglesa y enviarla a la batalla. [...] [Churchill] Levantó los corazones de una isla cuando sus habitantes se sentían solos».
Churchill es el refugio de quienes todavía consideran que la emotividad puede ser una fuerza benefactora y no sólo la palanca con la que populistas y totalitarios hacen descarrilar a la política de las vías de la razón. Muchos años después, en un momento de catarsis emocional y de pulsión suicida, todavía se escucharon ecos churchillianos en el Reino Unido. El referéndum por la independencia de Escocia parecía perdido para los unionistas, conducidos por la grisura temeraria de David Cameron, mientras que los nacionalistas eran enardecidos por el carismático Alex Salmond. Fue entonces cuando un primer ministro fracasado, Gordon Brown, volvió a movilizar el idioma y lo envío a las Hébridas, las Shetland y las Orcadas: «Vamos a explicarle a la gente lo que hemos hecho juntos. Vamos a contarles que hemos luchado y ganado una guerra contra el fascismo juntos. A decirles que no hay un cementerio de guerra en el que no descansen juntas las tropas escocesas, inglesas, galesas y norirlandesas. Luchamos juntos, sufrimos juntos, nos sacrificamos juntos, lloramos juntos y luego lo celebramos juntos». Aquel laborista retirado, repudiado en las urnas, catalizó los sentimientos de quienes sufrían por su patria.
Poco tiempo después, los españoles que temían por su paz civil, amenazada por un procés que ante todo era una malversación de los sentimientos, sintieron la orfandad de la política. No había un solo dirigente constitucionalista que pudiera infundir en sus corazones lo que sus cabezas ya habían asimilado. La falta de fe en la política convirtió la causa de la unidad en una cuestión meramente administrativa. Pero quizás no sea la falta de convicción la única razón de la pavorosa decadencia de la literatura política española. Ninguno de los candidatos actuales a presidir España sería capaz de escribir como lo hacía Manuel Azaña. Esta no es una opinión sino un hecho constatable, que asalta inmediatamente al que hoy lea su último discurso como presidente de la República: «Yo afirmo que ningún credo político, venga de donde viniere, aunque hubiese sido revelado en una zarza ardiente, tiene derecho, para conquistar el poder, a someter a su país al horrendo martirio que está sufriendo España (...) Y entonces se comprobará una vez más lo que nunca debió ser desconocido por los que lo desconocieron: que todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo». Nadie imagina esto firmado por el Rivera de «escuchen: es el silencio». La añoranza suele ser mentirosa pero en la retórica política sí que cabe la nostalgia. Al menos en España.
La política no solo es escritura sino representación y tampoco ninguno de los actuales líderes tiene la vis actoral de aquel Adolfo Suárez, esplendoroso intérprete de guiones, ya sean a golpe de ley, como el que Torcuato Fernández Miranda le diseñó para la Transición, o de discurso. En realidad, el gran logro retórico de Suárez fue la cortesía. Como tan bien advirtió Verónica Puertollano, devolvió el «usted» a los españoles. Hoy sus émulos han vuelto al tuteo porque creen que eso populariza el mensaje. En el fondo de esta deliberada simplificación del discurso anida la certeza de que, en los tiempos de Twitter, cuando la literalidad es una plaga cuyo síntoma más apreciable es la irritabilidad, muchos creerían que Marco Antonio quería decir que Bruto es realmente un hombre honrado si escucharan el tercer acto del Julio César de Shakespeare.
La consecuencia última de la lógica simplificadora se dio paradójicamente en un país que ha hecho de la persuasión un deporte y cuyo electorado ha sido el destinatario de algunas de las piezas de oratoria más brillantes de todos los tiempos. De Donald Trump se puede decir cualquier cosa excepto que no se le entiende. Su emergencia está emparentada con la eclosión de productos periodísticos tipo Buzzfeed que, como el empresario presidente, ensambla simplezas breves e inconexas como método. No hay estructura sino una sucesión de células mínimas con sentido propio. Cada línea es un punch line inteligible para un niño de tres años y, por eso, el canal predilecto de Trump es Twitter.
Estados Unidos es un lugar tan fascinante que en ocho años puede bascular de un retórico como Barack Obama a un antirretórico como Trump. La primera campaña del demócrata será recordada por momentos memorables, como su discurso de New Hampshire. Esta pieza -la celebérrima del Yes, we can- es un ejemplo perfecto de obamismo. Es todo musicalidad, una partitura cantabile, hasta el punto de que Will I am le puso una base musical y la convirtió en videoclip. Pocos recuerdan que Obama salió derrotado de New Hampshire y que ese texto, en realidad, no dice nada. Prueba de su falta de contenido es que ha sido adaptado en decenas de países sin que pierda vigencia: «Nos han dicho los más cínicos que no podemos. Sus voces se alzan y harán más ruido. Se nos quiere bajar a la inacción de no tener sueños. Se nos advierte que no demos falsas esperanzas. Pero la historia increíble que América ha protagonizado nos cuenta que jamás hemos fracasado en nuestra esperanza». Suena familiar. Obama contaba con un escritor excepcional de discursos llamado Jon Favreau y él era un intérprete prodigioso. Solo así es posible que lirismo no devenga en cursilería.
Cualquier intento de emulación es arriesgadísimo, como prueba la coda fatal de aquel José Luis Rodríguez Zapatero que se vino arriba al final de su intervención ante el plenario de la Cumbre del Clima en Copenhague, levantó la cabeza y enfatizó: «Tenemos que lograr unir el mundo para salvar la Tierra, nuestra tierra. Nuestra tierra, en la que viven pobres, demasiados pobres, y ricos, demasiados ricos. La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento».