A pesar de la trivialidad de la imagen, la dictadura de Primo de Rivera podría compararse con un empacho de estómago. Con su sistema político, la monarquía constitucional es incapaz de "digerir" los problemas que le plantea la reciente evolución social y económica de España. Es incapaz de salir de los callejones cerrados por ella misma. La clase dominante apoya la solución dictatorial que imponen los jefes militares y el rey. Pero si a veces el enfermo parece mejorar, lo que no sabe es si dejar de tomar su medicina por el temor de caer más enfermo que antes.
Desde luego, la Dictadura no representa ningún "paréntesis" [expresión generalizada a partir de la declaración de Primo de Rivera: "Era y sigue siendo nuestro propósito construir un breve paréntesis en la marcha constitucional de España"] en la historia de España, con una vuelta al final, al statu quo ante. Pero tampoco se debe exagerar el impacto estructural específico del período dictatorial. En 1930 España sigue siendo la misma de antes, claro que con seis años más. No hubo ningún cambio de naturaleza en las relaciones sociales, en el contenido social del poder estatal. Eso sí, las tendencias observadas en los decenios anteriores se han prolongado: evolución demográfica, modernización productiva, concentración capitalista, nacionalismo económico. Con sus contrapartidas sociales: éxodo urbano, crisis de las "clases medias", reforzamiento -con intentos concretos de aplicación- de nuevos planteamientos ideológicos. Y esta evolución se verifica en un espacio de tiempo en que las demás naciones de Europa también atraviesan situaciones inesperadas y a veces dramáticas. En 1914 empieza la guerra europea con sus secuelas demográficas y económicas, con la rebeldía, a menudo contradictoria, de proletarios y de nacionalistas. Pocos años después, la crisis de posguerra de 1921 pone de nuevo en entredicho la restauración del sistema monetario y del comercio internacional. Al final del período, después de 1929, comienza la mayor -hasta entonces- crisis del capitalismo, ilustrada por el crack de la bolsa de Nueva York, pero más importante aún por sus consecuencias duraderas: paro, nacionalismo exacerbado, reajustes estructurales del capitalismo.
En este marco internacional, y con sus facetas propias, se inscribe, pues, la evolución española.
Pierre Malerbe, Manuel Tuñón de Lara, M. del Carmen García Nieto, J. Carlos Mainer Baqué; "La crisis del Estado: dictadura, república, guerra (1923 - 1939)" en Historia de España, Labor
Desde luego, la Dictadura no representa ningún "paréntesis" [expresión generalizada a partir de la declaración de Primo de Rivera: "Era y sigue siendo nuestro propósito construir un breve paréntesis en la marcha constitucional de España"] en la historia de España, con una vuelta al final, al statu quo ante. Pero tampoco se debe exagerar el impacto estructural específico del período dictatorial. En 1930 España sigue siendo la misma de antes, claro que con seis años más. No hubo ningún cambio de naturaleza en las relaciones sociales, en el contenido social del poder estatal. Eso sí, las tendencias observadas en los decenios anteriores se han prolongado: evolución demográfica, modernización productiva, concentración capitalista, nacionalismo económico. Con sus contrapartidas sociales: éxodo urbano, crisis de las "clases medias", reforzamiento -con intentos concretos de aplicación- de nuevos planteamientos ideológicos. Y esta evolución se verifica en un espacio de tiempo en que las demás naciones de Europa también atraviesan situaciones inesperadas y a veces dramáticas. En 1914 empieza la guerra europea con sus secuelas demográficas y económicas, con la rebeldía, a menudo contradictoria, de proletarios y de nacionalistas. Pocos años después, la crisis de posguerra de 1921 pone de nuevo en entredicho la restauración del sistema monetario y del comercio internacional. Al final del período, después de 1929, comienza la mayor -hasta entonces- crisis del capitalismo, ilustrada por el crack de la bolsa de Nueva York, pero más importante aún por sus consecuencias duraderas: paro, nacionalismo exacerbado, reajustes estructurales del capitalismo.
En este marco internacional, y con sus facetas propias, se inscribe, pues, la evolución española.
Pierre Malerbe, Manuel Tuñón de Lara, M. del Carmen García Nieto, J. Carlos Mainer Baqué; "La crisis del Estado: dictadura, república, guerra (1923 - 1939)" en Historia de España, Labor
Homo luzonensis: Hallados restos de una nueva especie humana en Filipinas. EL PAÍS. 10/04/2019.
La cueva de Callao, en Filipinas, es una enorme cavidad con siete cámaras, pero lo más interesante está muy cerca de la entrada. Allí se han desenterrado 13 huesos y dientes que, según sus descubridores, pertenecen a un nuevo miembro de nuestro propio género al que han bautizado Homo Luzonensis y que vivió hace al menos 67.000 años en la isla de Luzón.
El hallazgo obliga a cambiar los libros de texto —otra vez—, pues la lista de miembros del género Homo que habitaban la Tierra en este periodo pasa de los cinco conocidos (neandertales, denisovanos, hobbits de Flores, erectus y sapiens), a seis.
Todos estos homininos son una familia variopinta de primates unidos por lazos de parentesco más recientes que con los otros homínidos vivos, como los chimpancés o los bonobos. Cada uno representó un experimento evolutivo más o menos exitoso. Todos se han extinguido menos uno, el Homo sapiens, quien cada vez que encuentra un nuevo pariente se pregunta por qué ellos desaparecieron y nosotros no.
El humano de Luzón es un enigma. Es imposible saber cómo era su rostro, pues no hay fragmentos de cráneo, ni qué estatura tenía, porque el único hueso disponible que podía tallarle, el fémur de un muslo, está partido. Los restos hallados, el primero una falange hallada en 2007 que data de hace 67.000 años, y el resto hallados entre 2011 y 2015 con una antigüedad de al menos 50.000 años, pertenecieron a dos adultos y un niño. Sus dientes, dos premolares y tres molares, son muy pequeños, parecidos a los de un humano actual o a los del Homo floresiensis, el hominino asiático de un metro de estatura y cerebro de chimpancé que vivió en la isla indonesia de Flores en la misma época. En cambio, los huesos de manos y pies son mucho más primitivos, comparables a los de los australopitecos que vivían en África dos millones de años antes y cuyas extremidades estaban adaptadas para vivir colgados de los árboles.
“Si miras cada uno de estos rasgos por separado los encontrarás en una u otra especie de Homo, pero si coges el paquete completo no hay nada similar, por eso esta es una nueva especie”, explica Florent Détroit, paleoantropólogo del Museo Nacional de Historia Natural de París y coautor del estudio que describe la nueva especie, publicado este miércoles por la revista científica Nature. Ha sido imposible extraer ADN de los restos, lo que aumenta el misterio sobre su origen.
“Este hallazgo va a generar un enorme debate”, opina el paleoantropólogo del CSIC Antonio Rosas. “No es fácil evaluarlo porque hay muy pocos fósiles, pero hay base para proponer que sea una nueva especie. Lo que está claro es que ratifica que la diversidad de nuestro género es increíble y está en la antítesis de ese modelo lineal que representa a una especie de primate tras otra hasta culminar en los sapiens”, señala. Para Rosas lo más importante es que esta especie demuestra un camino alternativo de evolución al nuestro caracterizado por el aislamiento.
Luzón ha estado rodeada por mar desde hace dos millones y medio de años. El humano hallado en la cueva de Callao tuvo que cruzarlo, nadie sabe cómo. Es lo mismo que hizo el hombre de Flores para llegar a su propia isla, donde fabricaba herramientas de piedra tan sofisticadas como las de los sapiens. En Cagayan, un valle cercano a la cueva filipina, se han hallado herramientas de piedra que delatan la presencia de homininos hace al menos 700.000 años, por lo que es posible que se tratase de los luzonensis. Es en este punto se abren al menos tres diferentes posibilidades sobre su origen.
La más plausible es que esta especie descienda del Homo erectus, el primer hominino que salió de África y pobló Asia hace 1,8 millones de años. Todos los humanos actuales venimos de otra oleada de Homo sapiens muy posterior que salieron de África hace unos 70.000 años.
El luzonensis sería un descendiente de los erectus que llegaron a lo que hoy es China. Al igual que su congénere de Flores habría evolucionado durante decenas de miles de años aislado con las presiones evolutivas que eso supone, lo que posiblemente le transformó en un humano de dimensiones más pequeñas que sus ancestros. Esta posibilidad la apoya el tamaño de los dientes y también el del metatarso de la mano, cuyas dimensiones coinciden con las de los negritos —explica Détroit—, humanos actuales que viven en Filipinas, Malasia y las islas Andamán que no suelen superar el metro y medio de estatura. Es este un dato inquietante si se suma otra evidencia reciente: los jarawa de Andamán tienen un 1% de ADN de otra especie de Homo sin identificar, fruto de un cruce hace miles de años.
La segunda opción es que luzonensis provenga de una oleada que salió de África antes que erectus, posiblemente de australopitecos. No hay fósiles para sostener esta hipótesis, pero puede argumentarse por la morfología frankensteiniana del luzonensis. Una tercera opción, defendida por Chris Stringer, investigador del Museo de Historia Natural de Londres, es que los Homo de Luzón y Flores descienden de un antepasado común local que surgió en la isla de Sulawesi, donde se han hallado herramientas de piedra de unos 110.000 años.
El polémico paleoantropólogo estadounidense Erik Trinkaus opina que ninguna de las opciones es plausible y asegura que luzonensis era un individuo enfermo, lo mismo que se dijo en su día del hobbit de Flores. “Es una rareza que debe ser considerada en el contexto del Pleistoceno, en el que eran muy abundantes las malformaciones”, explica. Puede que no sea algo tan descabellado dado el nuevo paradigma desvelado por la genética en el que neandertales, sapiens y denisovanos se cruzaron y tuvieron hijos fértiles. “El debate está demasiado polarizado, no creo que el Homo floresiensis sea un Homo sapiens patológico, pero sí que tiene patologías, algo que tampoco es de extrañar si estás hablando de una población aislada, con altos niveles de endogamia y que sufre además un proceso de enanismo insular que afecta a procesos de crecimiento general, sobre todo cuando se ha visto que las hibridaciones entre especies producen patologías”, apunta María Martinón, directora del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana.
Los hobbits de Flores desaparecieron hace 50.000 años, justo cuando el Homo sapiens llegó a Asia. La mayoría de los restos óseos de luzonensis tienen justo esa antigüedad mínima, lo que abre un último misterio sobre si los sapiens tuvieron algo que ver en la desaparición de estos dos parientes lejanos que ya no están aquí para explicar su historia.
La cueva de Callao, en Filipinas, es una enorme cavidad con siete cámaras, pero lo más interesante está muy cerca de la entrada. Allí se han desenterrado 13 huesos y dientes que, según sus descubridores, pertenecen a un nuevo miembro de nuestro propio género al que han bautizado Homo Luzonensis y que vivió hace al menos 67.000 años en la isla de Luzón.
El hallazgo obliga a cambiar los libros de texto —otra vez—, pues la lista de miembros del género Homo que habitaban la Tierra en este periodo pasa de los cinco conocidos (neandertales, denisovanos, hobbits de Flores, erectus y sapiens), a seis.
Todos estos homininos son una familia variopinta de primates unidos por lazos de parentesco más recientes que con los otros homínidos vivos, como los chimpancés o los bonobos. Cada uno representó un experimento evolutivo más o menos exitoso. Todos se han extinguido menos uno, el Homo sapiens, quien cada vez que encuentra un nuevo pariente se pregunta por qué ellos desaparecieron y nosotros no.
El humano de Luzón es un enigma. Es imposible saber cómo era su rostro, pues no hay fragmentos de cráneo, ni qué estatura tenía, porque el único hueso disponible que podía tallarle, el fémur de un muslo, está partido. Los restos hallados, el primero una falange hallada en 2007 que data de hace 67.000 años, y el resto hallados entre 2011 y 2015 con una antigüedad de al menos 50.000 años, pertenecieron a dos adultos y un niño. Sus dientes, dos premolares y tres molares, son muy pequeños, parecidos a los de un humano actual o a los del Homo floresiensis, el hominino asiático de un metro de estatura y cerebro de chimpancé que vivió en la isla indonesia de Flores en la misma época. En cambio, los huesos de manos y pies son mucho más primitivos, comparables a los de los australopitecos que vivían en África dos millones de años antes y cuyas extremidades estaban adaptadas para vivir colgados de los árboles.
“Si miras cada uno de estos rasgos por separado los encontrarás en una u otra especie de Homo, pero si coges el paquete completo no hay nada similar, por eso esta es una nueva especie”, explica Florent Détroit, paleoantropólogo del Museo Nacional de Historia Natural de París y coautor del estudio que describe la nueva especie, publicado este miércoles por la revista científica Nature. Ha sido imposible extraer ADN de los restos, lo que aumenta el misterio sobre su origen.
“Este hallazgo va a generar un enorme debate”, opina el paleoantropólogo del CSIC Antonio Rosas. “No es fácil evaluarlo porque hay muy pocos fósiles, pero hay base para proponer que sea una nueva especie. Lo que está claro es que ratifica que la diversidad de nuestro género es increíble y está en la antítesis de ese modelo lineal que representa a una especie de primate tras otra hasta culminar en los sapiens”, señala. Para Rosas lo más importante es que esta especie demuestra un camino alternativo de evolución al nuestro caracterizado por el aislamiento.
Luzón ha estado rodeada por mar desde hace dos millones y medio de años. El humano hallado en la cueva de Callao tuvo que cruzarlo, nadie sabe cómo. Es lo mismo que hizo el hombre de Flores para llegar a su propia isla, donde fabricaba herramientas de piedra tan sofisticadas como las de los sapiens. En Cagayan, un valle cercano a la cueva filipina, se han hallado herramientas de piedra que delatan la presencia de homininos hace al menos 700.000 años, por lo que es posible que se tratase de los luzonensis. Es en este punto se abren al menos tres diferentes posibilidades sobre su origen.
La más plausible es que esta especie descienda del Homo erectus, el primer hominino que salió de África y pobló Asia hace 1,8 millones de años. Todos los humanos actuales venimos de otra oleada de Homo sapiens muy posterior que salieron de África hace unos 70.000 años.
El luzonensis sería un descendiente de los erectus que llegaron a lo que hoy es China. Al igual que su congénere de Flores habría evolucionado durante decenas de miles de años aislado con las presiones evolutivas que eso supone, lo que posiblemente le transformó en un humano de dimensiones más pequeñas que sus ancestros. Esta posibilidad la apoya el tamaño de los dientes y también el del metatarso de la mano, cuyas dimensiones coinciden con las de los negritos —explica Détroit—, humanos actuales que viven en Filipinas, Malasia y las islas Andamán que no suelen superar el metro y medio de estatura. Es este un dato inquietante si se suma otra evidencia reciente: los jarawa de Andamán tienen un 1% de ADN de otra especie de Homo sin identificar, fruto de un cruce hace miles de años.
La segunda opción es que luzonensis provenga de una oleada que salió de África antes que erectus, posiblemente de australopitecos. No hay fósiles para sostener esta hipótesis, pero puede argumentarse por la morfología frankensteiniana del luzonensis. Una tercera opción, defendida por Chris Stringer, investigador del Museo de Historia Natural de Londres, es que los Homo de Luzón y Flores descienden de un antepasado común local que surgió en la isla de Sulawesi, donde se han hallado herramientas de piedra de unos 110.000 años.
El polémico paleoantropólogo estadounidense Erik Trinkaus opina que ninguna de las opciones es plausible y asegura que luzonensis era un individuo enfermo, lo mismo que se dijo en su día del hobbit de Flores. “Es una rareza que debe ser considerada en el contexto del Pleistoceno, en el que eran muy abundantes las malformaciones”, explica. Puede que no sea algo tan descabellado dado el nuevo paradigma desvelado por la genética en el que neandertales, sapiens y denisovanos se cruzaron y tuvieron hijos fértiles. “El debate está demasiado polarizado, no creo que el Homo floresiensis sea un Homo sapiens patológico, pero sí que tiene patologías, algo que tampoco es de extrañar si estás hablando de una población aislada, con altos niveles de endogamia y que sufre además un proceso de enanismo insular que afecta a procesos de crecimiento general, sobre todo cuando se ha visto que las hibridaciones entre especies producen patologías”, apunta María Martinón, directora del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana.
Los hobbits de Flores desaparecieron hace 50.000 años, justo cuando el Homo sapiens llegó a Asia. La mayoría de los restos óseos de luzonensis tienen justo esa antigüedad mínima, lo que abre un último misterio sobre si los sapiens tuvieron algo que ver en la desaparición de estos dos parientes lejanos que ya no están aquí para explicar su historia.
Emerge en Pompeya la Casa de Júpiter y sus frescos de estilo arcaico. (Lorena Pacho. 06.08.2018)
Las cenizas solidificadas con el paso de los siglos han conservado las impresionantes pinturas que decoraban los muros de la próspera urbe frente al Golfo de Nápoles.
Casi dos milenios después de que el Vesubio arrasara Pompeya, las excavaciones siguen regalando tesoros que ayudan a entender cómo era la vida en el apacible golfo de Nápoles —y por extensión, en la antigua Roma— antes del desastre. Aquel día de agosto del año 79 d. C. el calendario se detuvo por completo a los pies del imponente volcán y, ahora, gracias a las nuevas tecnologías y al minucioso trabajo de técnicos y obreros, las maravillas van saliendo a la luz. Las investigaciones han permitido descubrir un espléndido palacio que traslada a los arqueólogos y pronto a los visitantes a la Pompeya más próspera y fastuosa.
Se trata de la denominada Casa de Júpiter, dedicada al soberano del panteón romano y cuyos muros rebosan de frescos característicos del primer estilo ornamental de la ciudad, inspirado en la época helenística. Toda una joya, teniendo en cuenta que no abundan los restos de pinturas que mantienen ese patrón antiguo, ya que los pompeyanos fueron dejando atrás esta estética y sustituyéndola por otra más moderna.
Según los arqueólogos, las pinturas de esta mansión, compuesta por un atrio central rodeado de habitaciones lujosamente decoradas y por un largo callejón con balcones y una columnata, se realizaron uno o dos siglos antes de la erupción. Por lo que eran prácticamente el tesoro vintage de su célebre dueño: el rico senador Marco Nonio Balbo. Un hombre culto y consciente del valor del arte centenario —que ya en la época de Augusto (27 a. C. - 14 d. C.) hacía las delicias de la aristocracia romana— a juzgar por la decoración de su residencia pompeyana. Un personaje importante en la vida de la ciudad que también estaba comprometido con la cultura en la vecina Herculano, también arrasada por la lluvia de cenizas y donde se sabe que sufragó varias restauraciones y la construcción de edificios públicos.
Pintura imitando el mármolGracias al mecenazgo del senador y en parte al efecto conservador del material volcánico que lo cubrió todo, ahora se descubre una estética particular que no se encuentra en ninguna otra urbe romana de Italia. Se caracteriza por el uso de varias capas de estuco colocadas en la pared, en forma de rectángulos de colores vivos como el rojo, el azul, el negro, el amarillo o el verde, imitando el mármol policromado y otros elementos típicos de la estética griega. Como la representación de figuras geométricas, aves como el pavo real, helechos o ramas con flores.
Cerca de la Casa de Júpiter, también se ha descubierto un imponente mural, sorprendentemente bien conservado que recrea la escena de un sacrificio en el bosque en torno a una especie de olivo. Es una de las primeras escenas figuradas de cierta complejidad, según los expertos, junto a otra que se encontró en una estancia cercana y que representa a Adonis herido con Venus, diosa del amor.
Ambos están en la llamada Regio V, una zona en la que desde hace unos meses está emergiendo un mundo nuevo frente a las brochas y las palas de arqueólogos y excavadores, con la que el yacimiento vuelve a la vida. Numerosos tesoros que han ido manando en este sector, como parte de una nueva tanda de excavaciones. Son las primeras que se llevan a cabo en tres décadas únicamente con fines científicos y no para intentar salvar in extremis alguna zona en decadencia.
Las nuevas técnicas de excavación
Las primeras excavaciones de los siglos XVIII y XIX pasaron por Pompeya como un vendaval. Las rudimentarias e invasivas técnicas de la época priorizaban los descubrimientos de objetos. Se excavaba en horizontal por lo que para acceder de un ambiente a otro se destrozaban estructuras y muros contiguos para hacer túneles.
Las pinturas que aparecían se cubrían con una cera en un intento de protegerlas y conservarlas pero con el tiempo acababa fundiéndose con los pigmentos originales y se alteraban los colores. Ahora, se trabaja con técnicas de conservación que no alteran la obra y que son reversibles, para que se pueda volver al estado primario sin dificultad.
Las cenizas solidificadas con el paso de los siglos han conservado las impresionantes pinturas que decoraban los muros de la próspera urbe frente al Golfo de Nápoles.
Casi dos milenios después de que el Vesubio arrasara Pompeya, las excavaciones siguen regalando tesoros que ayudan a entender cómo era la vida en el apacible golfo de Nápoles —y por extensión, en la antigua Roma— antes del desastre. Aquel día de agosto del año 79 d. C. el calendario se detuvo por completo a los pies del imponente volcán y, ahora, gracias a las nuevas tecnologías y al minucioso trabajo de técnicos y obreros, las maravillas van saliendo a la luz. Las investigaciones han permitido descubrir un espléndido palacio que traslada a los arqueólogos y pronto a los visitantes a la Pompeya más próspera y fastuosa.
Se trata de la denominada Casa de Júpiter, dedicada al soberano del panteón romano y cuyos muros rebosan de frescos característicos del primer estilo ornamental de la ciudad, inspirado en la época helenística. Toda una joya, teniendo en cuenta que no abundan los restos de pinturas que mantienen ese patrón antiguo, ya que los pompeyanos fueron dejando atrás esta estética y sustituyéndola por otra más moderna.
Según los arqueólogos, las pinturas de esta mansión, compuesta por un atrio central rodeado de habitaciones lujosamente decoradas y por un largo callejón con balcones y una columnata, se realizaron uno o dos siglos antes de la erupción. Por lo que eran prácticamente el tesoro vintage de su célebre dueño: el rico senador Marco Nonio Balbo. Un hombre culto y consciente del valor del arte centenario —que ya en la época de Augusto (27 a. C. - 14 d. C.) hacía las delicias de la aristocracia romana— a juzgar por la decoración de su residencia pompeyana. Un personaje importante en la vida de la ciudad que también estaba comprometido con la cultura en la vecina Herculano, también arrasada por la lluvia de cenizas y donde se sabe que sufragó varias restauraciones y la construcción de edificios públicos.
Pintura imitando el mármolGracias al mecenazgo del senador y en parte al efecto conservador del material volcánico que lo cubrió todo, ahora se descubre una estética particular que no se encuentra en ninguna otra urbe romana de Italia. Se caracteriza por el uso de varias capas de estuco colocadas en la pared, en forma de rectángulos de colores vivos como el rojo, el azul, el negro, el amarillo o el verde, imitando el mármol policromado y otros elementos típicos de la estética griega. Como la representación de figuras geométricas, aves como el pavo real, helechos o ramas con flores.
Cerca de la Casa de Júpiter, también se ha descubierto un imponente mural, sorprendentemente bien conservado que recrea la escena de un sacrificio en el bosque en torno a una especie de olivo. Es una de las primeras escenas figuradas de cierta complejidad, según los expertos, junto a otra que se encontró en una estancia cercana y que representa a Adonis herido con Venus, diosa del amor.
Ambos están en la llamada Regio V, una zona en la que desde hace unos meses está emergiendo un mundo nuevo frente a las brochas y las palas de arqueólogos y excavadores, con la que el yacimiento vuelve a la vida. Numerosos tesoros que han ido manando en este sector, como parte de una nueva tanda de excavaciones. Son las primeras que se llevan a cabo en tres décadas únicamente con fines científicos y no para intentar salvar in extremis alguna zona en decadencia.
Las nuevas técnicas de excavación
Las primeras excavaciones de los siglos XVIII y XIX pasaron por Pompeya como un vendaval. Las rudimentarias e invasivas técnicas de la época priorizaban los descubrimientos de objetos. Se excavaba en horizontal por lo que para acceder de un ambiente a otro se destrozaban estructuras y muros contiguos para hacer túneles.
Las pinturas que aparecían se cubrían con una cera en un intento de protegerlas y conservarlas pero con el tiempo acababa fundiéndose con los pigmentos originales y se alteraban los colores. Ahora, se trabaja con técnicas de conservación que no alteran la obra y que son reversibles, para que se pueda volver al estado primario sin dificultad.
Los secretos de la Guardia Pretoriana para convertirse en las máquinas de matar de los emperadores romanos.
ABC. 23.02.2018
Un par de guantes de boxeo («probablemente los únicos ejemplares conocidos del período romano») hallados cerca del Muro de Adriano serán exhibidos en una nueva muestra a partir del 20 de febrero. Este deporte era solo una de las rutinas utilizadas por los legionarios para mantenerse en forma.
De la nada, hasta la cúspide del poder. A día de hoy, las películas nos muestran a los pretorianos como unos guerreros de élite encargados de proteger a los grandes dignatarios de sus enemigos. Llevan razón a medias. O más bien se olvidan del origen de estos combatientes. Y es que, durante la República no eran más que una pequeña escolta dedicada a la salvaguarda de un líder de medio pelo. Sin embargo, todo cambió con la llegada con una reforma motivada por el primer emperador de Roma, César Augusto. Fue este personaje quien moldeó (allá por el año 27 a.C.) un nuevo cuerpo permanente formado por un mínimo de 4.500 hombres al que encomendó su vida. Así nació la Guardia Pretoriana que todos conocemos en la actualidad.
Poco a poco, su eficiencia llevó a la Guardia Pretoriana a convertirse en una unidad capaz de alzar hasta la poltrona a emperadores. Pero también a arrebatarles esta silla. No en vano, sus miembros asesinaron a Calígula después de haber sido humillados por él y, posteriormente (allá por el año 41) le entregaron el poder a Claudio (quien les compró ofreciéndoles la nada desdeñable suma por entonces de 15.000 sestercios por hombre). Un siglo después, estos militares acabaron también con la vida de Pertinax, agraviados por la falta de monedas. Sin embargo, tan real como esto es que sus miembros eran unos verdaderos carros de combate y causaban pavor a los enemigos de Roma.
Así lo confirma Stephen Dando-Collins en su obra «La maldición de los césares: la crónica fascinante de una época convulsa»: «Con el Imperio, devino una fuerza especial policial integrada por efectivos de élite. Reclutados exclusivamente en Italia, los pretorianos estaban mejor retribuidos que los legionarios, servían durante un período más breve (dieciséis años desde las postrimerías del reinado de Augusto) y recibían una paga mayor al licenciarse (20.000 sestercios en oposición a los 12.000 que percibía un legionario).
De la misma opinión es Roger Collins en su libro «La Europa de la Alta Edad Media», donde los define como una «fuerza de élite» que estaba estacionada habitualmente en Roma y que, «cuando el emperador tenía una personalidad débil o era poco capaz, podían controlar el régimen».
Boxeo para entrenar
Más allá de sus venturas y desventuras, está claro que ser un miembro de la Guardia Pretoriana no era sencillo. De hecho, y a pesar de la reforma de Severo (quien ordenó que «cualquier vacante en los pretorianos fuese cubierta con hombres de todas las legiones» debido a que conocían mucho mejor el oficio del soldado) el entrenamiento al que debían someterse para convertirse en verdaderas máquinas de matar era estricto.
De hecho, no estaban exentos de prepararse para la contienda mediante ejercicios llevados a cabo con espadas de madera o, incluso, haciendo uso del boxeo. Esta última práctica, curiosamente, se encuentra estos días de actualidad después de que se haya informado de que un par de guantes de boxeo hallados en 2017 en las cercanías del Muro de Adriano (Reino Unido) serán expuestos en el Museo de Vindolanda a partir del 20 de febrero de este año. Estos guantes, definidos por los expertos del museo como «probablemente los únicos que se conozcan del Imperio romano», estaban elaborados en cuero y estaban diseñados para proteger del impacto únicamente los nudillos. A su vez, se rellenaban con todo tipo de materiales naturales que los acolchaban y evitaban que el golpe fuese excesivo. Y es que, al fin y al cabo, habían sido ideados para mejorar las capacidades marciales de los legionarios romanos.
«He visto guantes de boxeo romanos representados en estatuas de bronce, pinturas y esculturas, pero tener el privilegio de encontrar dos guantes de cuero reales es algo verdaderamente especial», ha señalado Andrew Birley, director de la excavación.
Maestros
En la obra «Pretorianos, la élite del ejército romano», de Arturo Sánchez Sanz, se ahonda en el entrenamiento de esta unidad. Unos ejercicios que el autor compara con los que llevaban a cabo los espartanos (y que les convirtieron en unos de los mejores combatientes de la Antigüedad). «Aunque con un planteamiento totalmente distinto, los propios pretorianos no quedaban a la zaga de tales hazañas. En combate siempre cumplieron sobradamente lo que se esperaba de ellos y, si eso era posible aun teniendo que actuar en campaña solo esporádicamente, se debía tanto a una selección estricta de los aspirantes como al entrenamiento diario que realizaban», explica el experto en el mencionado libro.
Para evitar que el alto sueldo de los pretorianos les llevase a destrozar su cuerpo a base de bebida, comida y prostitutas, se construyó un «campus». Un complejo formado por un templo, unas termas y unas letrinas en el que se preparaban para el combate. «Allí se escuchaban a diario las voces de los soldados expertos que dirigían el entrenamiento y la instrucción en técnicas de combate. Tal era su importancia que existían adiestradores tan capacitados que su labor era, exclusivamente, preparar a los propios entrenadores», añade el autor.
Así pues, cada experto entrenaba una capacidad de los combatientes, como detalla Raúl Méndez Argüín en su documentado dossier «La guardia pretoriana en combate»:
1-Los «armatura» entrenaban a los combatientes en el arte de la esgrima. Su labor era tan importante que recibían formación de los «discens armaturarum», unos maestros de maestros que se encargaban de que no erraran a la hora de explicar a sus alumnos los secretos de las espadas.
2-«Los “evocati” (soldados reenganchados tras cumplir su servicio básico) de infantería tenían un preparador específico, el “exercitator armatutarum”, y los “exrcitatores equitum praetorianum" se dedicaban a los jinetes», explica, en este caso, Sánchez Sanz.
3-El «doctor cohortis», asistido por un «optio compi» supervisaba el entrenamiento por cohortes. «Eran puestos muy apreciados en las cohortes y codiciados para seguir ascendiendo en el escalafón. Formalmente se trataba de experimentados “evocati” que habían servido como “equites praetorianos”, o ya antes como adiestradores», añade.
Los instructores no tenían piedad. Así pues, daban la mitad de la ración a aquellos combatientes que no progresaran todo lo rápido que ellos querían.
Entrenamiento
Con todo, Sanz es partidario de que, más allá de esta estructura, se conoce poco de la rutina diaria de los pretorianos. Por ello, supone que el entrenamiento podría ser parecido al de los legionarios. «Prioritariamente debían manejar las armas de combate, pues de ello dependerían sus vidas y, en parte, no solo las de sus compañeros sino la victoria en la batalla», explica.
A su vez, debían aprender a formar y marchar marcialmente. «Lograrlo correctamente requería práctica diaria hasta la extenuación. La marcha regular y el paso ligero se entrenaban inicialmente sin carga, hasta realizarlas con todo el equipo de combate en perfecta sincronización», completa. Aquello era básico, pues en pleno combate debían saber mantenerse recios y en formación ante el empuje enemigo.
«Para alcanzar tal destreza, los adiestradores inicialmente organizaban marchas diarias de 20 millas romanas en cinco horas (29.620 kilómetros), o 40 millas en doce horas, y, más tarde, 24 millas en cinco horas a paso ligero», destaca el experto. Estos ejercicios eran habituales entre los reclutas que, a continuación, repetían estas distancias portando su equipo completo.
Tampoco estaban exentos los combatientes de entrenar el salto. Al fin y al cabo, debían estar preparados para poder sortear cualquier obstáculo colocado por el enemigo. «Para ello utilizaban un potro de salto, inicialmente superándolo libres de trabas y, después, con todo el equipo de un salto, portando el gladius y el pilum en cada mano», añade el autor de la obra. Incluso eran instruidos en la respuesta inmediata que debían dar ante las señales para que las órdenes fuesen llevadas a cabo de la forma más rápida posible.
«Los ejercicios de fuerza no eran menos vitales para un soldado. Debían aprender a resistir las marchas, ejecutar obras de ingeniería, levantar campamentos, así como cargar y utilizar sus armas durante continuos ataques. Un brazo cansado tras asestar numerosos golpes o repelerlos podían rendirse antes de lo esperado», señala. La natación y la equitación también eran asignaturas básicas.
Finalmente, y como es obvio, el entrenamiento con armas era básico. Así pues, los militares entrenaban para atacar las tres partes clave del cuerpo del enemigo: cabeza, torso y piernas.
ABC. 23.02.2018
Un par de guantes de boxeo («probablemente los únicos ejemplares conocidos del período romano») hallados cerca del Muro de Adriano serán exhibidos en una nueva muestra a partir del 20 de febrero. Este deporte era solo una de las rutinas utilizadas por los legionarios para mantenerse en forma.
De la nada, hasta la cúspide del poder. A día de hoy, las películas nos muestran a los pretorianos como unos guerreros de élite encargados de proteger a los grandes dignatarios de sus enemigos. Llevan razón a medias. O más bien se olvidan del origen de estos combatientes. Y es que, durante la República no eran más que una pequeña escolta dedicada a la salvaguarda de un líder de medio pelo. Sin embargo, todo cambió con la llegada con una reforma motivada por el primer emperador de Roma, César Augusto. Fue este personaje quien moldeó (allá por el año 27 a.C.) un nuevo cuerpo permanente formado por un mínimo de 4.500 hombres al que encomendó su vida. Así nació la Guardia Pretoriana que todos conocemos en la actualidad.
Poco a poco, su eficiencia llevó a la Guardia Pretoriana a convertirse en una unidad capaz de alzar hasta la poltrona a emperadores. Pero también a arrebatarles esta silla. No en vano, sus miembros asesinaron a Calígula después de haber sido humillados por él y, posteriormente (allá por el año 41) le entregaron el poder a Claudio (quien les compró ofreciéndoles la nada desdeñable suma por entonces de 15.000 sestercios por hombre). Un siglo después, estos militares acabaron también con la vida de Pertinax, agraviados por la falta de monedas. Sin embargo, tan real como esto es que sus miembros eran unos verdaderos carros de combate y causaban pavor a los enemigos de Roma.
Así lo confirma Stephen Dando-Collins en su obra «La maldición de los césares: la crónica fascinante de una época convulsa»: «Con el Imperio, devino una fuerza especial policial integrada por efectivos de élite. Reclutados exclusivamente en Italia, los pretorianos estaban mejor retribuidos que los legionarios, servían durante un período más breve (dieciséis años desde las postrimerías del reinado de Augusto) y recibían una paga mayor al licenciarse (20.000 sestercios en oposición a los 12.000 que percibía un legionario).
De la misma opinión es Roger Collins en su libro «La Europa de la Alta Edad Media», donde los define como una «fuerza de élite» que estaba estacionada habitualmente en Roma y que, «cuando el emperador tenía una personalidad débil o era poco capaz, podían controlar el régimen».
Boxeo para entrenar
Más allá de sus venturas y desventuras, está claro que ser un miembro de la Guardia Pretoriana no era sencillo. De hecho, y a pesar de la reforma de Severo (quien ordenó que «cualquier vacante en los pretorianos fuese cubierta con hombres de todas las legiones» debido a que conocían mucho mejor el oficio del soldado) el entrenamiento al que debían someterse para convertirse en verdaderas máquinas de matar era estricto.
De hecho, no estaban exentos de prepararse para la contienda mediante ejercicios llevados a cabo con espadas de madera o, incluso, haciendo uso del boxeo. Esta última práctica, curiosamente, se encuentra estos días de actualidad después de que se haya informado de que un par de guantes de boxeo hallados en 2017 en las cercanías del Muro de Adriano (Reino Unido) serán expuestos en el Museo de Vindolanda a partir del 20 de febrero de este año. Estos guantes, definidos por los expertos del museo como «probablemente los únicos que se conozcan del Imperio romano», estaban elaborados en cuero y estaban diseñados para proteger del impacto únicamente los nudillos. A su vez, se rellenaban con todo tipo de materiales naturales que los acolchaban y evitaban que el golpe fuese excesivo. Y es que, al fin y al cabo, habían sido ideados para mejorar las capacidades marciales de los legionarios romanos.
«He visto guantes de boxeo romanos representados en estatuas de bronce, pinturas y esculturas, pero tener el privilegio de encontrar dos guantes de cuero reales es algo verdaderamente especial», ha señalado Andrew Birley, director de la excavación.
Maestros
En la obra «Pretorianos, la élite del ejército romano», de Arturo Sánchez Sanz, se ahonda en el entrenamiento de esta unidad. Unos ejercicios que el autor compara con los que llevaban a cabo los espartanos (y que les convirtieron en unos de los mejores combatientes de la Antigüedad). «Aunque con un planteamiento totalmente distinto, los propios pretorianos no quedaban a la zaga de tales hazañas. En combate siempre cumplieron sobradamente lo que se esperaba de ellos y, si eso era posible aun teniendo que actuar en campaña solo esporádicamente, se debía tanto a una selección estricta de los aspirantes como al entrenamiento diario que realizaban», explica el experto en el mencionado libro.
Para evitar que el alto sueldo de los pretorianos les llevase a destrozar su cuerpo a base de bebida, comida y prostitutas, se construyó un «campus». Un complejo formado por un templo, unas termas y unas letrinas en el que se preparaban para el combate. «Allí se escuchaban a diario las voces de los soldados expertos que dirigían el entrenamiento y la instrucción en técnicas de combate. Tal era su importancia que existían adiestradores tan capacitados que su labor era, exclusivamente, preparar a los propios entrenadores», añade el autor.
Así pues, cada experto entrenaba una capacidad de los combatientes, como detalla Raúl Méndez Argüín en su documentado dossier «La guardia pretoriana en combate»:
1-Los «armatura» entrenaban a los combatientes en el arte de la esgrima. Su labor era tan importante que recibían formación de los «discens armaturarum», unos maestros de maestros que se encargaban de que no erraran a la hora de explicar a sus alumnos los secretos de las espadas.
2-«Los “evocati” (soldados reenganchados tras cumplir su servicio básico) de infantería tenían un preparador específico, el “exercitator armatutarum”, y los “exrcitatores equitum praetorianum" se dedicaban a los jinetes», explica, en este caso, Sánchez Sanz.
3-El «doctor cohortis», asistido por un «optio compi» supervisaba el entrenamiento por cohortes. «Eran puestos muy apreciados en las cohortes y codiciados para seguir ascendiendo en el escalafón. Formalmente se trataba de experimentados “evocati” que habían servido como “equites praetorianos”, o ya antes como adiestradores», añade.
Los instructores no tenían piedad. Así pues, daban la mitad de la ración a aquellos combatientes que no progresaran todo lo rápido que ellos querían.
Entrenamiento
Con todo, Sanz es partidario de que, más allá de esta estructura, se conoce poco de la rutina diaria de los pretorianos. Por ello, supone que el entrenamiento podría ser parecido al de los legionarios. «Prioritariamente debían manejar las armas de combate, pues de ello dependerían sus vidas y, en parte, no solo las de sus compañeros sino la victoria en la batalla», explica.
A su vez, debían aprender a formar y marchar marcialmente. «Lograrlo correctamente requería práctica diaria hasta la extenuación. La marcha regular y el paso ligero se entrenaban inicialmente sin carga, hasta realizarlas con todo el equipo de combate en perfecta sincronización», completa. Aquello era básico, pues en pleno combate debían saber mantenerse recios y en formación ante el empuje enemigo.
«Para alcanzar tal destreza, los adiestradores inicialmente organizaban marchas diarias de 20 millas romanas en cinco horas (29.620 kilómetros), o 40 millas en doce horas, y, más tarde, 24 millas en cinco horas a paso ligero», destaca el experto. Estos ejercicios eran habituales entre los reclutas que, a continuación, repetían estas distancias portando su equipo completo.
Tampoco estaban exentos los combatientes de entrenar el salto. Al fin y al cabo, debían estar preparados para poder sortear cualquier obstáculo colocado por el enemigo. «Para ello utilizaban un potro de salto, inicialmente superándolo libres de trabas y, después, con todo el equipo de un salto, portando el gladius y el pilum en cada mano», añade el autor de la obra. Incluso eran instruidos en la respuesta inmediata que debían dar ante las señales para que las órdenes fuesen llevadas a cabo de la forma más rápida posible.
«Los ejercicios de fuerza no eran menos vitales para un soldado. Debían aprender a resistir las marchas, ejecutar obras de ingeniería, levantar campamentos, así como cargar y utilizar sus armas durante continuos ataques. Un brazo cansado tras asestar numerosos golpes o repelerlos podían rendirse antes de lo esperado», señala. La natación y la equitación también eran asignaturas básicas.
Finalmente, y como es obvio, el entrenamiento con armas era básico. Así pues, los militares entrenaban para atacar las tres partes clave del cuerpo del enemigo: cabeza, torso y piernas.
La autopsia de Cristóbal Colón (28 de octubre de 2017. 23:12h ) José María Zavala
A falta de una autopsia médica de Cristóbal Colón, hagamos una necropsia histórica cinco siglos después: ¿Cómo era físicamente el gran descubridor de América? ¿De qué murió? ¿Dónde yacen hoy sus despojos?... En la «Historia portuguesa», de Juan de Barros, hallamos así descrita su imponente figura: «Alto de cuerpo, el rostro largo y serio, nariz aguileña, ojos garzos, color blanco que tiraba a rojo encendido, barba y cabello rubio (cuando era mozo), pues pronto se le blanqueó, era gracioso y alegre, bien hablado, elocuente y glorioso en sus negocios; era grave en moderación, con los extraños afable, con los de su casa suave y placentero, sobrio en comer, beber y vestir; su juramento era siempre: ‘‘Juro a San Fernando’’».
Colón era un hombre fuerte y aguerrido, que moriría con setenta años si nos atenemos a la opinión del eclesiástico e historiador Andrés Bernáldez, llamado el Cura de los Palacios, el cual trató al almirante en 1496 y escribe en alusión a su muerte, en el capítulo 131 de su Historia: «Cristóbal Colón, de maravillosa memoria, estando en Valladolid en 1505, en mayo, murió in senectute bona, inventor de las Indias, a la edad de setenta años más o menos».
Arrostrar peligros
De la misma opinión era el doctor Fernando Calatraveño al advertir: «Tal vez sorprenda a los profanos ver cómo alcanzó edad tan avanzada un hombre que la mayor parte de su vida estuvo dedicado a estudios dificilísimos, teniendo que vencer tremendas dificultades y arrostrar grandes peligros».
La longevidad de Colón, en efecto, no habían de sentirla los médicos, conscientes por su propia experiencia de que las vidas en exceso placenteras o consumidas en constantes sufrimientos eran más bien breves, mientras que solían prolongarse mucho las de aquellas personas que alternaban la alegría con la tristeza, las grandes tormentas de la desgracia con la serena calma de los triunfos.
Colón estuvo sujeto durante toda su existencia a esta serie de fuertes contrastes: pobre y mendicante en La Rábida, agasajado por los reyes, condenado a muerte por sus impacientes tripulantes, sufridor de la alegría inmensa de divisar antes que nadie la codiciada tierra, aclamado a su regreso con delirante frenesí por monarcas, grandes y pueblo, preso más tarde y cargado de grilletes, él, que reunió a su alrededor cuantos honores y distinciones jamás pudo soñar mente humana...
Presentado el personaje, veamos qué enfermedad tumbó para siempre al filisteo. Recurrimos para ello al doctor Luis Comenge, quien nos dice: «Parece ser que las oftalmías [conjuntivitis] molestaron a Colón con frecuencia, y que fuera de este padecimiento y recios dolores sufridos en las articulaciones, su salud fue excelente».
Comenge censura la vida errante de nuestro protagonista, la cual le imposibilitaba guardar las reglas higiénicas más elementales; así como su pobreza antes de encontrar protección en los monarcas españoles; además de sus cuatro viajes a América, expuesto durante largas travesías a las emanaciones perniciosas del bajel y a la atmósfera húmeda del mar.
Todo ello, «debió traerle –diagnostica el galeno– el reumatismo poliarticular crónico, si es que el germen no anidaba ya desde tiempo en su cuerpo, que es, en nuestra modesta manera de pensar, la enfermedad que padecía y cuyas complicaciones cardíacas, consecutivas casi siempre a este género de padecimientos, determinaron su muerte».
Comenge se escuda en compañeros suyos que describieron los síntomas de la dolencia de Colón, sumido, como ya sabemos, en un fuerte reumatismo que en la última etapa de su enfermedad «hizo que se le hinchara extraordinariamente todo el cuerpo, y en especial del pecho hacia abajo». Esa hinchazón se plasmaba en la ascitis y edemas propios de una lesión cardíaca. Su vida se apagó así, según se acepta hoy, el 20 de mayo de 1506, y no un año antes, como mantenía el Cura de los Palacios.
En pleno siglo XXI, el equipo del Laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada garantizó la autenticidad de los restos de Colón que reposan hoy en la Catedral de Sevilla.
Practicadas las pruebas de ADN a los huesos del almirante sepultados en la catedral andaluza y a los del hermano menor del navegante, Diego Colón, enterrado en el Museo Pickman de la Fábrica de Cerámica de la Cartuja de Sevilla, se concluyó que «hay una coincidencia absoluta entre el ADN mitocondrial de ambos, que se trasmite de madre a hijo».
El enigma de los restos de Colón se resolvió en el quinto centenario de su fallecimiento, en señal de que la verdad sale más tarde que pronto a relucir en este caso.
¿Cuándo y dónde nació?
Así como la fecha de la muerte de Colón es hoy generalmente aceptada por historiadores y estudiosos de su figura, la de su nacimiento aparece todavía difuminada. Si nos atenemos a la opinión de no pocos autores, entre quienes se incluyen su contemporáneo el llamado Cura de los Palacios o más tarde el doctor Calatraveño, el gran descubridor habría venido al mundo alrededor del año 1436; es decir, que a su muerte, acaecida en 1506, nuestro protagonista contaría con setenta años cumplidos, culminando así una existencia longeva. Hay, sin embargo, quienes establecen su natalicio veinte años después, en 1456, e incluso en 1446 y 1451; de modo que, según los primeros, Colón falleció a la edad de cincuenta años más o menos. Existen también discrepancias sobre el lugar concreto de su nacimiento, siendo hoy la más extendida que lo hizo en la localidad de Savona, en la República de Génova.
A falta de una autopsia médica de Cristóbal Colón, hagamos una necropsia histórica cinco siglos después: ¿Cómo era físicamente el gran descubridor de América? ¿De qué murió? ¿Dónde yacen hoy sus despojos?... En la «Historia portuguesa», de Juan de Barros, hallamos así descrita su imponente figura: «Alto de cuerpo, el rostro largo y serio, nariz aguileña, ojos garzos, color blanco que tiraba a rojo encendido, barba y cabello rubio (cuando era mozo), pues pronto se le blanqueó, era gracioso y alegre, bien hablado, elocuente y glorioso en sus negocios; era grave en moderación, con los extraños afable, con los de su casa suave y placentero, sobrio en comer, beber y vestir; su juramento era siempre: ‘‘Juro a San Fernando’’».
Colón era un hombre fuerte y aguerrido, que moriría con setenta años si nos atenemos a la opinión del eclesiástico e historiador Andrés Bernáldez, llamado el Cura de los Palacios, el cual trató al almirante en 1496 y escribe en alusión a su muerte, en el capítulo 131 de su Historia: «Cristóbal Colón, de maravillosa memoria, estando en Valladolid en 1505, en mayo, murió in senectute bona, inventor de las Indias, a la edad de setenta años más o menos».
Arrostrar peligros
De la misma opinión era el doctor Fernando Calatraveño al advertir: «Tal vez sorprenda a los profanos ver cómo alcanzó edad tan avanzada un hombre que la mayor parte de su vida estuvo dedicado a estudios dificilísimos, teniendo que vencer tremendas dificultades y arrostrar grandes peligros».
La longevidad de Colón, en efecto, no habían de sentirla los médicos, conscientes por su propia experiencia de que las vidas en exceso placenteras o consumidas en constantes sufrimientos eran más bien breves, mientras que solían prolongarse mucho las de aquellas personas que alternaban la alegría con la tristeza, las grandes tormentas de la desgracia con la serena calma de los triunfos.
Colón estuvo sujeto durante toda su existencia a esta serie de fuertes contrastes: pobre y mendicante en La Rábida, agasajado por los reyes, condenado a muerte por sus impacientes tripulantes, sufridor de la alegría inmensa de divisar antes que nadie la codiciada tierra, aclamado a su regreso con delirante frenesí por monarcas, grandes y pueblo, preso más tarde y cargado de grilletes, él, que reunió a su alrededor cuantos honores y distinciones jamás pudo soñar mente humana...
Presentado el personaje, veamos qué enfermedad tumbó para siempre al filisteo. Recurrimos para ello al doctor Luis Comenge, quien nos dice: «Parece ser que las oftalmías [conjuntivitis] molestaron a Colón con frecuencia, y que fuera de este padecimiento y recios dolores sufridos en las articulaciones, su salud fue excelente».
Comenge censura la vida errante de nuestro protagonista, la cual le imposibilitaba guardar las reglas higiénicas más elementales; así como su pobreza antes de encontrar protección en los monarcas españoles; además de sus cuatro viajes a América, expuesto durante largas travesías a las emanaciones perniciosas del bajel y a la atmósfera húmeda del mar.
Todo ello, «debió traerle –diagnostica el galeno– el reumatismo poliarticular crónico, si es que el germen no anidaba ya desde tiempo en su cuerpo, que es, en nuestra modesta manera de pensar, la enfermedad que padecía y cuyas complicaciones cardíacas, consecutivas casi siempre a este género de padecimientos, determinaron su muerte».
Comenge se escuda en compañeros suyos que describieron los síntomas de la dolencia de Colón, sumido, como ya sabemos, en un fuerte reumatismo que en la última etapa de su enfermedad «hizo que se le hinchara extraordinariamente todo el cuerpo, y en especial del pecho hacia abajo». Esa hinchazón se plasmaba en la ascitis y edemas propios de una lesión cardíaca. Su vida se apagó así, según se acepta hoy, el 20 de mayo de 1506, y no un año antes, como mantenía el Cura de los Palacios.
En pleno siglo XXI, el equipo del Laboratorio de Identificación Genética de la Universidad de Granada garantizó la autenticidad de los restos de Colón que reposan hoy en la Catedral de Sevilla.
Practicadas las pruebas de ADN a los huesos del almirante sepultados en la catedral andaluza y a los del hermano menor del navegante, Diego Colón, enterrado en el Museo Pickman de la Fábrica de Cerámica de la Cartuja de Sevilla, se concluyó que «hay una coincidencia absoluta entre el ADN mitocondrial de ambos, que se trasmite de madre a hijo».
El enigma de los restos de Colón se resolvió en el quinto centenario de su fallecimiento, en señal de que la verdad sale más tarde que pronto a relucir en este caso.
¿Cuándo y dónde nació?
Así como la fecha de la muerte de Colón es hoy generalmente aceptada por historiadores y estudiosos de su figura, la de su nacimiento aparece todavía difuminada. Si nos atenemos a la opinión de no pocos autores, entre quienes se incluyen su contemporáneo el llamado Cura de los Palacios o más tarde el doctor Calatraveño, el gran descubridor habría venido al mundo alrededor del año 1436; es decir, que a su muerte, acaecida en 1506, nuestro protagonista contaría con setenta años cumplidos, culminando así una existencia longeva. Hay, sin embargo, quienes establecen su natalicio veinte años después, en 1456, e incluso en 1446 y 1451; de modo que, según los primeros, Colón falleció a la edad de cincuenta años más o menos. Existen también discrepancias sobre el lugar concreto de su nacimiento, siendo hoy la más extendida que lo hizo en la localidad de Savona, en la República de Génova.