Recojo aquí un artículo de Antonio Coll Gilabert sobre la educación de los hijos. Apareció en la revista Nuestro Tiempo, núm. 661, mayo 2005.
Los cuatro educadores. Un adolescente tiene todos los días cuatro profesores en su horario: la familia, la escuela, la pandilla y los medios de comunicación. Como toda dosificación, probablemente también esta podría discutirse, pero la simplificación puede resultar válida. Y si lo es, cabe hacerse una pregunta: ¿cuántas horas de clase dan al alumno diariamente estos cuatro profesores?.
Para mejor comprensión de mi mensaje, que no pretende ser original en su fondo, haré una de estas clasificaciones que tanto gustan a los profesores que utilizan la pizarra, y tanto horroriza a los periodistas que usamos la pluma. Diré que puede establecerse que el niño y el adolescente están sujetos a cuatro agentes educadores.
Antes de mencionar los cuatro, a los efectos de esta reflexión, concretaré que considero al educando en una edad comprendida entre los tres y los dieciocho años. Pienso que, aunque la educación comienza al nacer y dura toda la vida, es en la franja de los quince años que va desde los tres primeros de un niño a los dieciocho cuando se adquieren los hábitos de conducta que podríamos llamar valores o cuando hay contravalores que asaltan con más eficacia al niño, adolescente o joven.
Son los años de mayor dependencia familiar, los de la escolarización obligatoria, primaria y secundaria, aquellos en los que los amigos entran en escena, los años en los que tienen menor defensa frente a la influencia de los medios de comunicación, particularmente la televisión.
Personalizando los factores educativos, podría decirse que el sujeto tiene cuatro profesores en el horario de cada día:
1. La familia
2. La escuela
3. La pandilla
4. Los medios de comunicación.
Como toda clasificación, probablemente también esta podría ser discutida, pero pienso que la simplificación puede ser válida. Lógicamente hay una interrelación entre unos y otros. Y ahora preguntaría, de forma un tanto provocadora: ¿cuántas horas de case dan al alumno cada día estos cuatro profesores?
Es una estimación cuantitativa variable entre unas familias y otras, pero está claro que tienen su horario más o menos establecido:
La familia educaría un muy breve tiempo por la mañana, al producirse el despertar, el levantamiento general de la familia, que por las prisas a veces tiene características de alzamiento nacional y, por el “humor” paterno, de pronunciamiento militar. Después, educaría al mediodía si los hijos y los padres comen juntos, cosa cada vez más rara, y por la tarde-noche, que sería su tiempo preferido
Durante el día, desde el desayuno hasta media tarde, la educación pertenece a la escuela, con su complemento de actividades extraescolares, si es el caso.
Los amigos están presentes en todo este horario “escolar’, como marco de referencia de la conducta social de los menores. En cuanto a los medios de comunicación, básicamente internet y la televisión ocupan muchas veces desde media tarde hasta la hora de ir a dormir, se entiende que disputándose esta franja horaria con la familia.
En cifras, el asunto quedaría así:
Escuela: cinco horas
Internet y televisión: tres o cuatro horas.
Familia: tres o cuatro horas.
Pandilla: como referencia ambiental, cinco horas, con propensión a crecer los fines de semana en los mayores.
Comparando esta situación con la que existía hace cincuenta años, está claro que ha cobrado gran importancia el papel de los medios de comunicación como educadores — entonces casi no existían — y ha decrecido el rol de la familia, especialmente si los padres comen en un bar cercano a la oficina. En ningún caso pienso decir si esto es bueno o malo. Cada generación tiene problemas y sus recursos. No ha de ser forzosamente mejor que la madre se quede casa, como acostumbraba a suceder antes. El amor es imaginativo y sabe cómo suplir horas de dedicación con una mayor intensidad de trato. Por otra parte, es bueno que los varones se vean implicados cada vez más en el conjunto de las tareas del hogar, sin pensar como en alguna época, que su trabajo fundamental era ganar dinero para acudir a necesidades familiares, dejando a la mujer y al colegio la educación de los hijos.
Una valoración cualitativa
He procurado hacer una cierta valoración cuantitativa sobre las influencias de los cuatro “profesores” en la educación. La conclusión es que la familia pierde peso, a favor los medios de comunicación, mientras que la escuela y la pandilla de amigos mantiene influencia de siempre, aunque desplazada al fin de semana en el caso de la pandilla. Me gustaría ahora hacer una valoración cualitativa de estos “cuatro profesores’, comenzado por los medios de comunicación. No me referiré a la radio, ni tampoco prensa, pese a ser este un medio por el siento gran simpatía, porque los menores leen poco el periódico y en vano nos esforzamos quienes hemos sido directores para ver el periódico a la escuela o al instituto.— ¿Qué hay que hacer para que los jóvenes lean periódicos? — preguntaron, desesperados, los editores al director de ABC. Su respuesta fue: “Esperar a que crezcan”. Yo mismo interpelé una vez a cuatro niños de un colegio que vinieron al periódico a hacerme una entrevista para un trabajo escolar — A ver, ¿quién de vosotros lee el Diari Tarragona? Tímidamente, hubo uno que, para mi sorpresa, levantó la mano.
— ¿Y qué sección lees? — pregunté echando un periódico sobre la mesa.
— Esta – dijo abriéndolo por la programación de televisión. La tele se ha convertido en un profesor muy influyente.
Presenta de modo atractivo la realidad y la ficción. Aparentemente, no impone nada, pero en realidad impone al juicio poco formado de los espectadores menores — y de muchos espectadores mayores — una serie de categorías a veces muy negativas. Por ejemplo, presentando como normal el consumo de alcohol, la violencia, las relaciones prematrimoniales, la infidelidad conyugal o la banalización del sexo, hasta el punto de que todo se presenta como un juego (por ejemplo, en programas como “Gran Hermano” y otros parecidos). Tampoco los videoclips que unen una música sincopada a imágenes de destrucciones masivas son una llamada a la reflexión intelectual o a una conducta apacible. Internet, como profesor particular, puede convertirse en una formidable herramienta de consulta o en una provocadora intromisión en la conciencia.
Un segundo profesor es la pandilla. Siempre será así y hoy, como antes, la elección de los amigos tiene una gran importancia en las conductas. En estas edades, y también en la universidad, cuando nuestros estudiantes comparten aulas y a veces piso con sus compañeros. De sus diálogos se derivan conductas o incluso conversiones sobre el modo de vida anterior. Estoy pensando en la narración que hace C. S. Lewis, el famoso autor de Mero Cristianismo y Cartas del diablo a su sobrino, de su descubrimiento del catolicismo gracias a sus paseos nocturnos en Oxford con su amigo J. R. Tolkien, conocido autor de El señor de los anillos.
El tercer profesor: la escuela. En ella se ha producido un cambio sustancial. En otros momentos se daba por supuesto que la educación iba emparejada a la instrucción y que los profesores transmitían valores seguros, aparte de fórmulas matemáticas o lecciones de Geografía. El relativismo, o incluso el temor de los profesores a expresar sus convicciones (a veces es mejor que no las expresen) deja huérfanos ahora, en ocasiones, a los alumnos de lo que debería ser tarea primordial educativa, lo que podríamos llamar (parafraseando a los constitucionalistas norteamericanos) la “persecución de la verdad”. Para ello hay que estar convencido de que existe y no hay que temer exponerla. Lo que hay que temer es imponerla, que no es lo mismo.
La familia. Por último, y ya voy terminando, el cuarto profesor, que en realidad es el primero: la familia. La aproximación que se ha producido entre padres e hijos es muy positiva. El peligro es la dimisión de la función educadora. Permítanme que me explique. La dimisión se produce con la mejor de las intenciones, cuando, para no contrariar, o para no influir, no se exponen, se entiende que de forma amable, las propias convicciones. Los padres dimiten de su cargo cuando dicen “A los jóvenes de ahora no os entiendo”, “Antes esto no se hubiera permitido” y cosas semejantes.
Los padres cristianos deben recordar que la moral que proponen no es opresiva, excepto para quienes no la siguen. Es exigente, pero muy positiva. No es un agobio, sino una liberación de las tendencias egoístas que uno puede reconocer en su interior. Una liberación del egoísmo que propicia una sociedad consumista o de los errores que enseñaba una sociedad comunista. Chesterton dijo que “la familia es una célula de resistencia a la opresión”. En ella, cada persona es valorada por ser quien es, no por lo que sabe, lo que tiene o lo que piensa. Pero este amor a los hijos no tiene nada que ver con observar una imposible neutralidad educativa. Cuando André Frossard preguntó a Juan Pablo II cómo justifica que los padres bauticen a sus hijos cuando son pequeños, el Papa le respondió: “Los padres tienen derecho a compartir con sus hijos aquello que ellos consideran un gran bien, el bien supremo”. Del grado de insistencia de los padres en el estudio, aprenden los pequeños que el estudio es un bien importante en sus vidas. De la insistencia amable de sus padres en que se limpien y vayan arreglados, comprenden que la higiene y presentación no son despreciables. Pero si los padres no le insisten sobre otras convicciones (por ejemplo ser sobrios, rezar, frecuentar la Iglesia), pueden pensar que estos son valores en desuso que, no ya la televisión, ni siquiera sus padres se atreven a proponerles en serio. Hay una tendencia actual a enseñar unos valores positivos mínimos aceptables para todos: la tolerancia, la bondad del diálogo, la paz, del respeto al medio ambiente. Pero aquí no se agotan los mensajes educativos, y las familias son las que tienen mayor responsabilidad en la transmisión de aquellos valores. La felicidad no procede hacer lo que uno quiere, sino de lo que uno debe.
Para mejor comprensión de mi mensaje, que no pretende ser original en su fondo, haré una de estas clasificaciones que tanto gustan a los profesores que utilizan la pizarra, y tanto horroriza a los periodistas que usamos la pluma. Diré que puede establecerse que el niño y el adolescente están sujetos a cuatro agentes educadores.
Antes de mencionar los cuatro, a los efectos de esta reflexión, concretaré que considero al educando en una edad comprendida entre los tres y los dieciocho años. Pienso que, aunque la educación comienza al nacer y dura toda la vida, es en la franja de los quince años que va desde los tres primeros de un niño a los dieciocho cuando se adquieren los hábitos de conducta que podríamos llamar valores o cuando hay contravalores que asaltan con más eficacia al niño, adolescente o joven.
Son los años de mayor dependencia familiar, los de la escolarización obligatoria, primaria y secundaria, aquellos en los que los amigos entran en escena, los años en los que tienen menor defensa frente a la influencia de los medios de comunicación, particularmente la televisión.
Personalizando los factores educativos, podría decirse que el sujeto tiene cuatro profesores en el horario de cada día:
1. La familia
2. La escuela
3. La pandilla
4. Los medios de comunicación.
Como toda clasificación, probablemente también esta podría ser discutida, pero pienso que la simplificación puede ser válida. Lógicamente hay una interrelación entre unos y otros. Y ahora preguntaría, de forma un tanto provocadora: ¿cuántas horas de case dan al alumno cada día estos cuatro profesores?
Es una estimación cuantitativa variable entre unas familias y otras, pero está claro que tienen su horario más o menos establecido:
La familia educaría un muy breve tiempo por la mañana, al producirse el despertar, el levantamiento general de la familia, que por las prisas a veces tiene características de alzamiento nacional y, por el “humor” paterno, de pronunciamiento militar. Después, educaría al mediodía si los hijos y los padres comen juntos, cosa cada vez más rara, y por la tarde-noche, que sería su tiempo preferido
Durante el día, desde el desayuno hasta media tarde, la educación pertenece a la escuela, con su complemento de actividades extraescolares, si es el caso.
Los amigos están presentes en todo este horario “escolar’, como marco de referencia de la conducta social de los menores. En cuanto a los medios de comunicación, básicamente internet y la televisión ocupan muchas veces desde media tarde hasta la hora de ir a dormir, se entiende que disputándose esta franja horaria con la familia.
En cifras, el asunto quedaría así:
Escuela: cinco horas
Internet y televisión: tres o cuatro horas.
Familia: tres o cuatro horas.
Pandilla: como referencia ambiental, cinco horas, con propensión a crecer los fines de semana en los mayores.
Comparando esta situación con la que existía hace cincuenta años, está claro que ha cobrado gran importancia el papel de los medios de comunicación como educadores — entonces casi no existían — y ha decrecido el rol de la familia, especialmente si los padres comen en un bar cercano a la oficina. En ningún caso pienso decir si esto es bueno o malo. Cada generación tiene problemas y sus recursos. No ha de ser forzosamente mejor que la madre se quede casa, como acostumbraba a suceder antes. El amor es imaginativo y sabe cómo suplir horas de dedicación con una mayor intensidad de trato. Por otra parte, es bueno que los varones se vean implicados cada vez más en el conjunto de las tareas del hogar, sin pensar como en alguna época, que su trabajo fundamental era ganar dinero para acudir a necesidades familiares, dejando a la mujer y al colegio la educación de los hijos.
Una valoración cualitativa
He procurado hacer una cierta valoración cuantitativa sobre las influencias de los cuatro “profesores” en la educación. La conclusión es que la familia pierde peso, a favor los medios de comunicación, mientras que la escuela y la pandilla de amigos mantiene influencia de siempre, aunque desplazada al fin de semana en el caso de la pandilla. Me gustaría ahora hacer una valoración cualitativa de estos “cuatro profesores’, comenzado por los medios de comunicación. No me referiré a la radio, ni tampoco prensa, pese a ser este un medio por el siento gran simpatía, porque los menores leen poco el periódico y en vano nos esforzamos quienes hemos sido directores para ver el periódico a la escuela o al instituto.— ¿Qué hay que hacer para que los jóvenes lean periódicos? — preguntaron, desesperados, los editores al director de ABC. Su respuesta fue: “Esperar a que crezcan”. Yo mismo interpelé una vez a cuatro niños de un colegio que vinieron al periódico a hacerme una entrevista para un trabajo escolar — A ver, ¿quién de vosotros lee el Diari Tarragona? Tímidamente, hubo uno que, para mi sorpresa, levantó la mano.
— ¿Y qué sección lees? — pregunté echando un periódico sobre la mesa.
— Esta – dijo abriéndolo por la programación de televisión. La tele se ha convertido en un profesor muy influyente.
Presenta de modo atractivo la realidad y la ficción. Aparentemente, no impone nada, pero en realidad impone al juicio poco formado de los espectadores menores — y de muchos espectadores mayores — una serie de categorías a veces muy negativas. Por ejemplo, presentando como normal el consumo de alcohol, la violencia, las relaciones prematrimoniales, la infidelidad conyugal o la banalización del sexo, hasta el punto de que todo se presenta como un juego (por ejemplo, en programas como “Gran Hermano” y otros parecidos). Tampoco los videoclips que unen una música sincopada a imágenes de destrucciones masivas son una llamada a la reflexión intelectual o a una conducta apacible. Internet, como profesor particular, puede convertirse en una formidable herramienta de consulta o en una provocadora intromisión en la conciencia.
Un segundo profesor es la pandilla. Siempre será así y hoy, como antes, la elección de los amigos tiene una gran importancia en las conductas. En estas edades, y también en la universidad, cuando nuestros estudiantes comparten aulas y a veces piso con sus compañeros. De sus diálogos se derivan conductas o incluso conversiones sobre el modo de vida anterior. Estoy pensando en la narración que hace C. S. Lewis, el famoso autor de Mero Cristianismo y Cartas del diablo a su sobrino, de su descubrimiento del catolicismo gracias a sus paseos nocturnos en Oxford con su amigo J. R. Tolkien, conocido autor de El señor de los anillos.
El tercer profesor: la escuela. En ella se ha producido un cambio sustancial. En otros momentos se daba por supuesto que la educación iba emparejada a la instrucción y que los profesores transmitían valores seguros, aparte de fórmulas matemáticas o lecciones de Geografía. El relativismo, o incluso el temor de los profesores a expresar sus convicciones (a veces es mejor que no las expresen) deja huérfanos ahora, en ocasiones, a los alumnos de lo que debería ser tarea primordial educativa, lo que podríamos llamar (parafraseando a los constitucionalistas norteamericanos) la “persecución de la verdad”. Para ello hay que estar convencido de que existe y no hay que temer exponerla. Lo que hay que temer es imponerla, que no es lo mismo.
La familia. Por último, y ya voy terminando, el cuarto profesor, que en realidad es el primero: la familia. La aproximación que se ha producido entre padres e hijos es muy positiva. El peligro es la dimisión de la función educadora. Permítanme que me explique. La dimisión se produce con la mejor de las intenciones, cuando, para no contrariar, o para no influir, no se exponen, se entiende que de forma amable, las propias convicciones. Los padres dimiten de su cargo cuando dicen “A los jóvenes de ahora no os entiendo”, “Antes esto no se hubiera permitido” y cosas semejantes.
Los padres cristianos deben recordar que la moral que proponen no es opresiva, excepto para quienes no la siguen. Es exigente, pero muy positiva. No es un agobio, sino una liberación de las tendencias egoístas que uno puede reconocer en su interior. Una liberación del egoísmo que propicia una sociedad consumista o de los errores que enseñaba una sociedad comunista. Chesterton dijo que “la familia es una célula de resistencia a la opresión”. En ella, cada persona es valorada por ser quien es, no por lo que sabe, lo que tiene o lo que piensa. Pero este amor a los hijos no tiene nada que ver con observar una imposible neutralidad educativa. Cuando André Frossard preguntó a Juan Pablo II cómo justifica que los padres bauticen a sus hijos cuando son pequeños, el Papa le respondió: “Los padres tienen derecho a compartir con sus hijos aquello que ellos consideran un gran bien, el bien supremo”. Del grado de insistencia de los padres en el estudio, aprenden los pequeños que el estudio es un bien importante en sus vidas. De la insistencia amable de sus padres en que se limpien y vayan arreglados, comprenden que la higiene y presentación no son despreciables. Pero si los padres no le insisten sobre otras convicciones (por ejemplo ser sobrios, rezar, frecuentar la Iglesia), pueden pensar que estos son valores en desuso que, no ya la televisión, ni siquiera sus padres se atreven a proponerles en serio. Hay una tendencia actual a enseñar unos valores positivos mínimos aceptables para todos: la tolerancia, la bondad del diálogo, la paz, del respeto al medio ambiente. Pero aquí no se agotan los mensajes educativos, y las familias son las que tienen mayor responsabilidad en la transmisión de aquellos valores. La felicidad no procede hacer lo que uno quiere, sino de lo que uno debe.